¿DE DONDE VIENE EL ODIO A LAS MUJERES?

Desde la antigüedad la mujer ha encarnado la idea del mal, tanto en los mitos como en el arte o la literatura. Son incontables las figuras femeninas que producen el más vivo horror en todas las culturas, no solamente la occidental.

Una de las figuras más antiguas es Lilith una diablesa de origen posiblemente asirio-babilónico que tomó después un lugar preponderante en la tradición hebraica como la primera mujer creada por Dios, que fue la mujer de Adán, antes de Eva (1). Dios no la formó a partir de la costilla de Adán, sino de inmundicia y sedimento. La pareja nunca encontró la paz porque Lilith se negaba a someterse y acostarse debajo de Adán, al que trataba como a un igual. Cuando Adán trató de obligarla a obedecer por la fuerza, Lilith se rebeló, abandonó el Edén y se unió al mundo de los demonios. Además de rebelde, se la prefigura como extremadamente malvada y enemiga de los recién nacidos y niños en general, y se la representa como vampírica y devoradora de hombres, verdadera precursora de las mujeres fatales del siglo XIX.

En la antigüedad clásica encontramos el mito de Pandora, enviada al mundo como castigo después de que Prometeo robara el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres; Medea, capaz de asesinar a sus hijos para vengarse de Jasón, marido adúltero; Circe, la hechicera que encantaba a los marineros para transformarlos en bestias; la Esfinge, atractivo monstruo de rostro virginal que destruía a quienes no resolvían sus enigmas; las sirenas, cuyos cantos atraían a los marinos hacia las rocas para hacerlos naufragar; y las amazonas, un pueblo de guerreras que utilizaban a los hombres solo para procrear, conservando únicamente a las hijas y matando o mutilando a los hijos, y a cuyo lado los hombres sólo podían permanecer en calidad de sirvientes.

En la tradición cristiana encontramos a Eva, quien se dejó seducir por la serpiente y arrastró con ella a Adán y a toda la estirpe humana fuera del paraíso. Judith, Dalila, o Salomé, prefiguran a la mujer que utiliza sus encantos para perder al hombre. El Antiguo Testamento abunda en testimonios de misoginia, y, si bien la figura de Jesús ofrece una actitud mucho más positiva en su trato hacia las mujeres (Marta y María, la samaritana, la Magdalena…), lo cierto es que la Iglesia Católica insistió en la imagen de la mujer como peligrosa a causa de su supuesta inferioridad física y mental, que las hace más susceptibles de sufrir la influencia del demonio. A esto se une su lujuria insaciable y su carnalidad (2), que las hace engañosas, peligrosas y diabólicas. Todo lo cual culmina con las cacerías de brujas que se inician a finales del siglo XIV. Las brujas eran a menudo mujeres solteras o viudas, no sometidas a hombre alguno o con una cierta excentricidad. A veces eran sanadoras o mujeres con especial influencia en su comunidad, con una vida e ideas propias. La crueldad extrema se cebó con estas mujeres durante varios siglos. La última ejecución oficial de una bruja tuvo lugar en Polonia en 1782.

La llegada de las Ilustración no mejoró las cosas. La entrada de las reivindicaciones igualitarias y la incorporación de la mujer al mundo del trabajo hacen avanzar la misoginia. La severidad de los códigos sexuales aumenta hasta cotas inauditas. La dicotomía cristiana entre María y Eva, la virgen y la puta, la mujer-madre, pura y sin sexualidad y la mujer degradada que atrae al hombre con su sexualidad salvaje, se exacerba entre la clase burguesa, imponiendo una doble moral. Se impone un prototipo de mujer desexualizada, pasiva, confinada a la esfera del hogar y la maternidad. Al mismo tiempo surge la figura de la mujer fatal entre los pintores prerrafaelitas.

También en la literatura encontramos potentes iconos de maldad femenina, como la Carmen de Merimée, cuya peligrosidad atrae a José (3). Él, infantil y dependiente de su madre, lo deja todo por ella, y es incapaz de soportar el desprecio de la perversa Carmen cuando ella se aburre de él y, tras desmontar su masculinidad, lo desecha. Los hombres se convierten en frágiles marionetas en manos de mujeres dominantes en la literatura de fines del XIX y principios del XX.

La vamp en el cine es también el arquetipo de mujer que hace del hombre su juguete, llevada por un impulso destructivo. El cine negro que surge en el periodo de entreguerras, encarna los temores de la época, que, ante la falta de puntos de referencia moral ve surgir con angustia el lado más oscuro de la naturaleza humana. La mujer fatal es parca en palabras, no necesita hablar mucho, sus diálogos son rápidos e irónicos, la basta con el misterio de su naturaleza turbia y su belleza inquietante, que emplea con ostentación. Al final, debe ser castigada y muere de todas las maneras posibles para restaurar el orden patriarcal (2).

Todo este volumen de iconografía sobre la supuesta peligrosidad femenina llama a preguntarse qué es lo malo que la mujer encarna.

Encontramos en la historia y en las diferentes culturas los intentos de velar o eliminar eso que produce horror, bien a través del confinamiento físico dentro de los límites de lo doméstico, de dar a la mujer una educación especial para ella, diferente a la de los varones, de limitar su lugar en la sociedad, de cubrir su cuerpo o de hacerla madre y enaltecerla, como en la figura desexualizada de la virgen, que hasta hace no mucho conformaba en nuestra cultura el ideal al que las mujeres debían conformarse.

En algunos momentos de la historia encontramos también una idealización de la mujer, como en el amor cortés, o una fetichización del cuerpo femenino en su totalidad, como en el culto a la star de la época dorada de Hollywood. En la actualidad, con la ideología igualitaria en su apogeo, conviven el más encarnizado odio a la mujer, como muestra la tragedia de los feminicidios en todo el mundo, con los discursos que sitúan a la mujer como única esperanza de la humanidad. Como sucede siempre, amar a todas las mujeres en abstracto y no amar a ninguna, es la misma cosa.

Hoy, en lo que respecta al mundo occidental, podemos dar por desmantelado el sistema que durante siglos ha mantenido a raya la supuesta peligrosidad femenina (4). La mujer tiene acceso a todos los ámbitos, la ideología igualitaria está extendida, y la sexualidad se ha separado abruptamente del hecho de la concepción, tanto por el acceso a los anticonceptivos, como por las técnicas de reproducción artificial. Una mujer puede no ser nunca madre a pesar de ejercer su sexualidad y puede ser madre sin la intervención de un hombre. A pesar de la aparente liberación en el terreno sexual, el panorama no es exactamente feliz: los hombres desertan del campo amoroso, la soledad atenaza a las mujeres y la llamada violencia de género es una plaga, para cuya desactivación nadie parece tener una clave. Las relaciones han caído en un contractualismo que intenta sustituir patéticamente la caída de las reglas del pasado. Hay una sensación general de desorientación: ¿por qué si todos somos más libres, las cosas no van mejor? ¿Por qué seguimos, a pesar de décadas de educación igualitaria, encontrando las trazas de la misoginia en los hombres y en las mujeres?

Para entender el temor a las mujeres no hay más remedio que acudir al psicoanálisis (5). La sexuación es un asunto psíquico, no biológico ni tampoco educativo. Reducirlo a un juego de roles o géneros deja fuera lo esencial, a saber: que lo masculino y lo femenino son formas de arreglárselas con lo enigmático del sexo. El psicoanálisis se ha ocupado de esto supuestamente malo que se encuentra en el corazón mismo del ser humano y de lo que la mujer es una representante privilegiada. Podríamos llamarlo la maldición del sexo. La tesis del psicoanálisis es que el inconsciente dice mal el sexo.

Los tres textos freudianos que se enmarcan bajo el epígrafe “Contribuciones a la psicología de la vida amorosa” nos orientan en esta punto(6). En “Sobre la degradación de la vida erótica” Freud da cuenta de cómo, puesto que la madre es el objeto originario y está prohibida, el objeto amoroso es siempre un sustituto de ella. En el psiquismo masculino, el objeto amoroso tendrá una doble consideración: se tratará de un objeto sobrevalorado por traslación a él del carácter único e irremplazable de la madre, que es, en la fantasía neurótica, un ser completo o más bien completado por el hijo. Al mismo tiempo será un objeto degradado como objeto de goce. No hay posibilidad de hacer converger en un mismo objeto a la madre idealizada y a la mujer que lo atrae, la cual no sería completa, pues estar en falta es la condición que la hace atractiva a la vez que resulta degradada por ello. Es la dicotomía entre la madre y la puta, y como solución, a menudo los hombres buscan tener ambas por separado. Sería este el intento del hombre neurótico de regular la diferencia sexual para no aceptarla (7). También habla Freud en “Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre” del que elige siempre a la mujer de otro o a la prostituta para salvarla y hacerla su mujer. Es un intento de inscribir la diferencia como ilegitimidad. Muestra así como algo está estropeado por estructura en la sexualidad, ya que la condición de la satisfacción completa en el inconsciente es la degradación del objeto. En el tercer texto de esta trilogía, “El tabu de la virginidad” dará cuenta a través de un rodeo por el folclore del peligro que la mujer representa para el hombre, que no logra entenderla. Él mismo, en su intento de comprender la sexualidad femenina, no alcanza a escapar de los prejuicios patriarcales. Freud no logra responder a la pregunta ¿qué quieren las mujeres? No puede acoger algo de la alteridad, y cae en el abuso normativo de considerar que el único destino conveniente para una mujer era ser la mujer de un hombre o ser madres. Es Lacan quien va a refutar la solución freudiana, separando radicalmente la mujer de la madre.

Lo que Freud descubrió es que el inconsciente no conoce la biología (8), la diferencia anatómica se inscribe como tener o no tener. Lacan interroga esto y le aplica la lógica y la lingüística: no se trata del pene, sino del falo, que es un significante, el significante de lo que al otro le falta. Tanto hombres como mujeres están bajo el significante fálico (tener o no, ser o no aquello que al otro le falta para gozar de la vida). El falo es el significante de la falta en ser que el lenguaje introduce en todo ser humano que consiste en que, por el hecho de ser hablantes dejamos de contar con el instinto para arreglárnoslas con la vida. Contamos con el lenguaje, con lo discontinuo, lo binario, que introduce un límite, porque uno nunca puede decir todo su ser en ese registro. Hay, entonces, una parte del impulso del cuerpo que pasa por el lenguaje y que es lo que llamamos goce fálico, que puede darnos acceso a objetos de satisfacción (partenaires sexuales, hijos, bienes, éxito, influencia…). Se trata de placeres atravesados por un límite que llamamos la castración, y en ese sentido, siempre atravesados por un cierto malestar, por el exceso o por el defecto. Pero hay una parte de los impulsos humanos que no se deja atrapar ahí: Lacan lo llama el no-todo, el dominio de lo que no se inscribe bajo el significante fálico, que es el del límite. Es el goce que llamamos femenino porque, si bien hombres y mujeres tienen que pasar por la lógica fálica para poder estar dentro del discurso común, es el varón el que tiene más facilitada esta vía, mientras que para la mujer hay una especie de goce suplementario, un más allá del falo, que es el que daría cuenta de por qué se dice que las mujeres son locas o peligrosas. El machismo, tanto en los hombres como en las mujeres, sería un intento de aplastar ese principio que, en tanto no fálico, llamaríamos femenino, si bien se trata de algo que está en el corazón de todo ser humano. El argumento feminista no libera tampoco a las mujeres de su cruz fálica, imposible de evitar a todo el que habla (8), ya que se pone en juego a la menor demanda dirigida al otro, donde inmediatamente se trata de lo que el otro tiene o no tiene. Las mujeres son libres de evitar a los hombres, pero no pueden librarse de la dialéctica fálica que condena a cada uno de los partenaires a “hacer de hombre” (enarbolar y proteger el tener) o “hacer de mujer” (mostrar y enmascarar la falta que hace desear), ya que estos semblantes son lo único que tenemos para manejarnos con el enigma del goce, puesto que no hay un más allá donde la naturaleza nos orientaría. Pero aquí hay una disimetría irreductible. Si lo femenino es hacer desear o dejarse desear, es porque no hay una formalización o expresión posible del deseo femenino en tanto tal. El deseo como fálico se puede decir; el deseo femenino no, solo puede deducirse de la objeción que plantea a la lógica fálica. Se trata, pues, de un desafío.

El rechazo de la diferencia sexual es la primera respuesta subjetiva de la estructura porque esa diferencia (el que no todo pase por el orden fálico), es la razón de la no complementariedad entre los sexos (la llamada por Lacan “no relación sexual”). Es esa diferencia la causa de que hombres y mujeres no se entiendan y de que no haya armonía en el ser humano, que está marcado siempre por el deseo de otra cosa. La diferencia sexual es el prototipo de toda diferencia.

Si decimos que en el inconsciente solo hay inscripción del Uno fálico y no de lo Otro (lo femenino), podemos decir que el miedo y el odio hacia las mujeres es de estructura y está en la raíz de todas las segregaciones. El sexo femenino, como sede privilegiada del no-todo es el lugar de un goce desconocido, insaciable e inconcebible para todo sujeto atrapado en la lógica fálica.  Por ello se teme y se odia. La mujer tiende a huir de él haciendo el hombre y rivalizando con él; el hombre, degradando a la mujer y convirtiéndola en un objeto fetiche de goce. Ambos son formas de alejarse de la confrontación con el principio femenino o no-todo fálico, de huir de la alteridad, de pretender que todo se conforme a lo mismo.

Lo que está fuera del orden fálico inquieta. Las figuras del no-todo que escoge Lacan dan cuenta de ello: son las del éxtasis de los místicos (9) y la exaltación del amor loco de Ysé en «Partage du Midi«, de Claudel (10), un amor exaltado hasta la muerte que traiciona todos los objetos que vienen al lugar de la falta inscrita por la función fálica y conduce inevitablemente al abismo; o esta terrible frase final de “La mujer pobre” de Leon Bloy: “La Mujer solo existe verdaderamente a condición de estar sin pan, sin techo, sin amigos, sin marido y sin hijos”. Esta renuncia a todos los objetos de la serie fálica, diferente de la sustracción histérica, hace, según observa Lacan, de la mujer pobre una mujer rica en otra cosa: en voluptuosidad o beatitud, es decir, en goce.

Hay que reconocer que estas referencias del goce femenino no parecen invitadoras ¿por qué, entonces, no escapar de ese goce que se prefigura como tan horroroso? En primer lugar, lo cierto es que todo sujeto neurótico está lastrado por una consistencia de goce que no permite que quede extraviado en este abismo. Por otro lado, el psicoanálisis muestra que la lógica fálica, como límite, es útil para mantenerse apartados de la locura, pero es una lógica limitada, pobre y algo tonta, que restringe las posibilidades de la vida a un circuito restringido. Además, la experiencia nos muestra que, cuando se insiste en reducir todo a eso, hay un retorno de ese otro goce opaco fuera de la ley fálica.

El rechazo a lo Otro ha estado siempre en el corazón de la cultura, incluso en el seno del propio psicoanálisis como hemos visto. No es extraño, puesto que es imposible abonarse a eso que no está inscrito en el inconsciente y con lo que no se puede tener un trato directo.

La igualdad entre hombres y mujeres es sin duda una conquista muy importante, como lo es el ideal democrático de justicia distributiva, pero ese mismo ideal implica la exclusión del Otro y la neutralización de la alteridad del sexo. La ciencia y el capitalismo salvaje se alían en la producción del efecto unisex, que recubre la diferencia sexual y se acomoda bien a un mundo que reduce a todos al trabajador y al consumidor. El goce fálico es el único que es contable y por tanto capitalizable. Con el Otro goce o goce femenino no se hace nada universalizable ni se puede vender nada, porque es lo más particular que hay en cada ser humano, lo que realmente nos diferencia, frente a la lógica fálica, que nos uniformiza.

Encontramos a las mujeres modernas presas de la problemática fálica: reivindicación, degradación de la vida amorosa (desear por un lado y amar por otro), inhibición y dudas frente a las decisiones fundamentales y sentimientos de falta de cumplimiento. El goce fálico, es lo que tiene: siempre estará en falta y a tono con el imperativo del superyó: siempre más.

Los hombres están inquietos frente a las mujeres modernas, a veces en rivalidad con ellas, a veces con una fascinación casi religiosa llena de temor y quizá también envidia con esta idea de que las mujeres tienen un goce que no cae bajo la influencia de las discontinuidades del goce fálico y que, como decía Tiresias, es mucho mayor que el del hombre.

El psicoanálisis desde una orientación lacaniana apunta a dejar existir lo Otro anudándolo con el Uno. Es, en esta época de ciencia y uniformidad, prácticamente el único discurso que lo hace. Es necesario no desconocer que uno no se libera del Otro por hacer sin lo Otro. Lo Otro vuelve de todas las formas posibles cuando no va aparejado a lo Uno. Es un binario que funciona con la diferencia, si no, enloquece, y tenemos entonces algo del mal que se libera en las nuevas formas de malestar (anorexia, adicciones etc.) y en la forma del odio y la guerra. Si la civilización no logra sostener el nudo del Uno con el Otro, algo de esta alteridad radical desligada del falo retornará, para hacernos descubrir que, en materia de Otro, la mujer, seguramente, no era lo peor (8).

(1) Hijas de Lilith. Erica de Bornay. Madrid, Cátedra, 1990

(2) La mujer como encarnación del mal y los prototipos femeninos de perversidad, de las escrituras al cine. Angeles Cruzado. Revista Escritoras y Escrituras, nº8, octubre, 2009.

(3) Vamps and tramps. Camille Paglia. Madrid, Valdemar, 2001.

(4) Gustavo Dessal en Mujeres Una por Una. Gredos.

(5) Hebe Tizio en Mujeres Una por Una. Gredos.

(6) Obras completas de Freud. Biblioteca Nueva.

(7) Lógicas de la vida amorosa. JAM. Manantial, 1991.

(8) Lo que Lacan dijo de la mujeres. C. Soler. Paidos, 2008.

(9) Seminario Aún. J. Lacan. Paidós.

(10) Seminario La transferencia. J. Lacan. Paidós.

 

 

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