Lo que el psicoanálisis nos enseña es que la vivencia del propio cuerpo o de la realidad no son cuestiones objetivas sino que están sujetas a la construcción de una estructura psíquica que no se desarrolla de forma “natural”, por maduración, sino que tiene sus avatares. El cuerpo no es un don de la naturaleza. Cuando nacemos lo que tenemos es un organismo. Para que se convierta en un cuerpo son precisas ciertas operaciones.
En la enseñanza de Lacan hay tres dimensiones de la experiencia humana que dan lugar a la estructura del psiquismo. Esas tres dimensiones son lo Simbólico (el lenguaje), lo Imaginario (la imagen del cuerpo) y lo Real, que sería lo imposible de representar por las dos dimensiones anteriores.
Esas tres dimensiones tienen que estar anudadas para que exista la vivencia de que se tiene un cuerpo. En el encuentro con el lenguaje lo vital del cuerpo sufre una pérdida. Ya no es nunca más un organismo que satisface naturalmente sus necesidades, sino que estas quedan perturbadas, sujetas a un discurso. Además, esa pérdida puede ser o no inscrita en términos de lo que en psicoanálisis llamamos castración. La castración supone una regulación del goce, un cierto ordenamiento: el sujeto pasa a estar regulado por lo simbólico, que le da una estructura. Lo simbólico introduce una pérdida, pero también un ordenamiento y una orientación del deseo. En la psicosis esta operación de castración no se produce y el cuerpo queda como demasiado real, demasiado vivo, un cuerpo que se vive como extraño, incluso como enemigo, que no obedece a la voluntad de su dueño, con el que hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener todo en orden.