Si la familia y la pareja pueden ser un refugio frente a lo inhóspito del mundo, no es menos cierto que, tanto una como otra pueden ser fuente de gran sufrimiento.
Cuando el diálogo se torna imposible y la convivencia se hace insoportable, cuando los reproches y el conflicto toman la escena demasiado a menudo, la buena intención puede no ser suficiente para salir de la situación y hace falta recurrir a un tercero no implicado para salir del impasse.
La idea de la comunicación parece todopoderosa, pero lo cierto es que no siempre sabemos qué es lo que realmente nos mueve al elegir una pareja o al relacionarnos con la familia y establecer unas formas de convivencia. Cada uno trae a las relaciones afectivas una “mochila” de la que no es consciente: las voces y los dichos de su familia de origen que dejaron huellas y que dificultan el diálogo. Se puede decir que en una habitación donde una pareja discute hay mucho más que dos personas, hay casi una “multitud” invisible y una algarabía en la que no es fácil entenderse. El malentendido está servido y puede llegar a convertirse en un muro insalvable entre personas que se quieren.
A menudo, cuando la pareja entra en conflicto, se piensa que es necesario ir juntos a visitar a un profesional, pero lo cierto es que muchas veces basta con que uno se haga cargo del malestar y quiera ahondar en las razones de su sufrimiento para que el otro se vea llevado inevitablemente a cambiar de posición. Lo mismo sucede en las familias: el movimiento de uno muy probablemente obligará a los demás a hacer cambios.