LAS ADICCIONES, SÍNTOMA CARDINAL DE LA CONTEMPORANEIDAD

Nuestra época se caracteriza por algo del orden del exceso, de la desmesura. La instancia que está al mando en la sociedad hipermoderna no son los ideales y la renuncia a la satisfacción en aras de esos ideales, sino el empuje a satisfacer nuestras pulsiones de forma cada vez más acelerada. Nos encontramos rodeados de objetos hiperseductores que nos invitan a consumir

La cuestión no está en el objeto en si, sino en el exceso, en el «sin límite». El objeto es indiferente. Se puede ser adicto a las compras, al sexo, al gimnasio, a las drogas, al alcohol, a la pornografía, a los programas de telerealidad, a los video juegos, a los medicamentos, al trabajo, al bisturí, a la comida o a no comer, es infinito. La adicción es el modo contemporáneo de relacionarse con los objetos.

Definimos adicción como una relación con el objeto donde no se incluye un límite, donde no está la separación entre el sujeto y el objeto, donde el goce es inmediato y perfecto. Y se trata de una  satisfacción solitaria, sin necesidad del otro. Es decir, hay una dependencia del objeto de consumo, pero en la relación con el otro, hay perfecta independencia y autonomía. Es lo que a veces podemos escuchar en boca de un alcohólico: las mujeres me fallan, la botella no, es mi compañera más fiel.

Estar a solas con el propio goce con lo que eso supone de repetición es otra carácterística de la sociedad contemporánea. El objeto de satisfacción ya no se va a buscar en el cuerpo del otro: su mirada, su voz, su presencia, su tacto… sino que se goza de forma autista, en soledad, con los gadgets, la pornografía, las sustancias …. El otro, que con su «otredad» podría ser lo que me impediría la repetición de mi mismo hasta el infinito, puede ser también una fuente de angustia. De ahí la preferencia por el goce solitario con un objeto. Hoy, para obtener la satisfacción es posible «cortocircuitar» al otro con los variados objetos que proponen la tecnología y el mercado.

La paradoja de los gadgets y las sustancias es que acaban siendo preferidos a los objetos  “naturales”, ubicados en el cuerpo. Con estos objetos tecnológicos el sujeto goza a solas, puede prescindir del cuerpo del partenaire, que siempre hace de límite, con lo cual el sujeto queda expuesto al peligro de su propio goce autista y mortífero sin freno. El camino de la búsqueda de la satisfacción se desliza con toda facilidad hacia el del malestar.

El adicto es aquel que elige un goce pulsional autoerótico, y repetitivo que le causa un daño antes que enfrentarse a la imposibilidad de la satisfacción completa con el otro, lo que llamamos la castración, que se relaciona con el deseo (se desea lo que no puede tenerse y sin embargo se encuentra una satisfacción, limitada, en su búsqueda). Esta imposibilidad, que todo sujeto tiene que asumir en su recorrido vital, al adicto le causa una angustia a la que no encuentra forma de hacer frente. Con frecuencia constatamos que el uso del tóxico va a servir para evitar el encuentro con el otro sexo.

El toxicómano es el máximo exponente de esa lógica de rechazo de la castración en la medida en que es el que logra desamarrarse de los avatares del deseo y la castración, al mantener con el objeto una relación sin palabras, sin mediación, y por tanto sin límite. Pero en esta lógica no se trata solo de adicción a drogas. Los gadgets que ofrece el mercado, o cualquier práctica que entrañe la relación con un objeto de satisfacción puede convertirse en aquello que rompe la relación con la castración, con la imposibilidad. En esas condiciones, el consumo invierte su dialéctica y lo que resulta consumido es el sujeto mismo, arrasado por el exceso y el sin límite al que se ve arrastrado. Una vez eliminado el obstáculo de la imposibilidad, como dice Lacan, “se empieza por las cosquillas y se acaba en la parrilla» (1).

Lo fundamental en el tratamiento va a ser encontrar cual es la función del tóxico. Podemos razonar sobre la falta de sentido profundo que el consumo introduce en nuestras vidas. Pero la satisfacción de la pulsión que estos objetos procuran no es algo que pueda ser modificado por un ejercicio de toma de conciencia o un adoctrinamiento ideológico. Se necesita un trabajo de otro tipo para encontrar un límite “personalizado” a la inercia acéfala de un goce que puede resultar ruinoso.

(1) Lacan. El seminario, libro 17, «El reverso del psicoanálisis».

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