Lo que el psicoanálisis nos enseña es que la vivencia del propio cuerpo o de la realidad no son cuestiones objetivas sino que están sujetas a la construcción de una estructura psíquica que no se desarrolla de forma “natural”, por maduración, sino que tiene sus avatares. El cuerpo no es un don de la naturaleza. Cuando nacemos lo que tenemos es un organismo. Para que se convierta en un cuerpo son precisas ciertas operaciones.
En la enseñanza de Lacan hay tres dimensiones de la experiencia humana que dan lugar a la estructura del psiquismo. Esas tres dimensiones son lo Simbólico (el lenguaje), lo Imaginario (la imagen del cuerpo) y lo Real, que sería lo imposible de representar por las dos dimensiones anteriores.
Esas tres dimensiones tienen que estar anudadas para que exista la vivencia de que se tiene un cuerpo. En el encuentro con el lenguaje lo vital del cuerpo sufre una pérdida. Ya no es nunca más un organismo que satisface naturalmente sus necesidades, sino que estas quedan perturbadas, sujetas a un discurso. Además, esa pérdida puede ser o no inscrita en términos de lo que en psicoanálisis llamamos castración. La castración supone una regulación del goce, un cierto ordenamiento: el sujeto pasa a estar regulado por lo simbólico, que le da una estructura. Lo simbólico introduce una pérdida, pero también un ordenamiento y una orientación del deseo. En la psicosis esta operación de castración no se produce y el cuerpo queda como demasiado real, demasiado vivo, un cuerpo que se vive como extraño, incluso como enemigo, que no obedece a la voluntad de su dueño, con el que hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener todo en orden.
“El proyecto Vietnam” , de J.M.Coetzee, incluido en el volumen “Tierras de poniente”, contiene una de las descripciones más fabulosas que se pueden encontrar sobre los fenómenos del cuerpo en la psicosis:
“Rodeado de murallas de libros tendría que estar en el paraíso pero mi cuerpo me traiciona. Estoy leyendo, mi cara empieza a perder la vida, me nace una punzada en la cabeza. A continuación, mientras brego por entre galernas de bostezos para fijar mis ojos llorosos sobre la página, mi espalda empieza a petrificarse en la joroba del académico. Las sogas de músculos que se despliegan desde el espinazo me rodean con sus ventosas el cuello, las clavícula, las axilas y el pecho. Los zarcillos me descienden por los brazos y las piernas. Envolviendo mi cuerpo, esa estrella de mar parásita se pone rígida y muere. Sus tentáculos se vuelven quebradizos. Pongo la espalda recta y oigo que se rompen las sogas. Detrás de mis sienes también, detrás de mis pómulos y detrás de mis labios, el glaciar se adentra rumbo al centro situado detrás de mis ojos. Me duelen los globos oculares, la boca se me constriñe. Si esa cara interior mía, si esa máscara de músculos tuviera rasgos, serían los monstruosos rasgos troglodíticos de un hombre que frunce los ojos dormidos y la boca mientras un sueño totalmente inaceptable entra en él a la fuerza. De la cabeza a los pies soy un súbdito de un cuerpo en rebelión. Solamente los órganos de mi abdomen conservan su libertad ciega: el hígado, el páncreas, las tripas y por supuesto el corazón, chapoteando apiñados como octillizos no nacidos”.
El bebé humano es un manojo de pulsiones desestructuradas sin unidad, un conjunto caótico de sensaciones orgánicas donde podemos suponer una vivencia de fragmentación corporal. Este dato de partida, tan bien descrito en el párrafo de Coetzee, es lo que se experimenta en la psicosis, donde la falta de efectuación de ciertas operaciones de constitución del psiquismo, da lugar a lo que se llama la regresión tópica al Estadio del espejo, o lo que es lo mismo, la experiencia del cuerpo fragmentado.
Lacan habla en sus primeros escritos del Estadio del Espejo, que define como la transformación producida en un sujeto al asumir una imagen. Se trata de la observación de la alegría del niño de pocos meses al observar su propia imagen en el espejo, experiencia que no se observa en los animales, que no reconocen la imagen de su cuerpo como algo propio. Esta bella imagen totalizadora produce un efecto de alegría, debido a las particulares condiciones del ser humano que nace con un desfase entre su escasa coordinación nerviosa y la madurez de lo visual.
Es decir, que el dato primario es la experiencia del cuerpo fragmentado, pero la identificación a la imagen que le presta el otro permite el pasaje de la experimentación del cuerpo fragmentado a la experimentación del cuerpo como uno. La confrontación con la propia imagen, que es una apariencia totalizante, produce alegría porque anticipa una sensación de unidad que el niño aún no tiene. Así se constituye el Yo, con la alienación a una imagen externa. Esa es la matriz de lo imaginario.
Esta operación necesaria introduce un problema: para construir esa unidad de la propia imagen, tan tranquilizadora, el sujeto ha tenido que identificarse a una imagen externa, que no es él. Tenemos aquí la introducción de la alteridad en el seno de sí: “Yo es otro”, porque la imagen, aunque sea la mía, es exterior y deja al sujeto capturado en las redes de lo imaginario, en una dialéctica donde los celos, la rivalidad, la envidia, y la agresividad ya nunca le serán ajenas.
La tensión entre yo y el otro, que es constitutiva, está en todo ser humano. La paranoia por tanto, es estructural, es la inercia de la matriz imaginaria, pero es velada o matizada por el registro de lo simbólico en el mejor de los casos. La introducción de lo simbólico introduce otros registros, la relación con el Otro ya no es solo la relación con el semejante como rival, está también la relación al ideal del Yo simbólico, en definitiva, le da un sentido a la vida que va más allá de la rivalidad que introduce la imagen donde solo está o yo o el otro. No ocurre así en la psicosis, donde el desanudamiento de lo simbólico que atemperaría deja al desnudo en toda su virulencia esta rivalidad. Es lo que le sucede a Eugene, el personaje de “El proyecto Vietnam”, que interpreta todas las relaciones en términos de lucha de poder. Eugene nos cuenta que está sometido a un director al que califica de “poderoso, genial y a la vez ordinario y desprovisto de toda visión”, frente al cual su primer instinto es arrastrarse:
“Los enfrentamientos se me dan mal. Mi primer impulso es rendirme, aceptar a mi antagonista y hacer todas las concesiones posibles con la esperanza de que me ame (…) Por suerte, desprecio mis impulsos. La vida de casado me ha enseñado que toda concesión es una equivocación. Cree en ti mismo y tu oponente te respetará (…) La gente que duda de si misma no tiene alma. Yo estoy haciendo lo que puedo para fabricarme un alma, aunque sea al final de la vida”. Esta frase de que está haciendo lo que puede para fabricarse un alma nos dice mucho de las dificultades que Eugene encuentra para tener una sensación de conciencia medianamente unificada. Él no puede permitirse la duda.
Y aquí viene un párrafo clave:
“Me va a rechazar (…) voy a ser despedido de forma sumaria. Cierta configuración de su boca y de su nariz tan sutil que solamente yo lo puedo percibir me dice que las toxinas febriles que corren por mi sangre y flotan en mi sudor le resultan desagradables a sus refinados sentidos (…) Mis ojos emiten una serie de súplicas y amenazas tan rápidas que solamente las puedo percibir yo y también él”. Aquí encontramos la certeza psicótica de la significación autorreferencial de estos fenómenos que sólo él percibe. Es lo que llamaríamos un fenómeno elemental patognomónico de la psicosis.
Finalmente, es muy reveladora la manera en que Eugene habla de su sexualidad.
“Llega el momento de mencionar el tramo de cartílago que cuelga del final de mi espinazo de hierro y que afecta a mi triste relación con Marilyn. Por desgracia, Marilyn nunca ha conseguido liberarme de mis rigores. Aunque igual que los diligentes compañeros de los manuales conyugales atendemos mutuamente nuestros susurros, gemidos y gruñidos. Aunque yo clavo mi arado como el héroe y Marilyn hace espuma como la heroína, la verdad es que la felicidad de la que hablan los libros nos ha eludido. La culpa no es mía. Yo cumplo con mi deber. En cambio, no puedo evitar la sospecha de que mi mujer no pone el alma en ello. Antes de que llegue mi semilla, el morral de ella bosteza y se retira, dejando a mi traicionado representante agarrado en su base, agitando la cabeza en vano dentro de una caverna inmensa, justo en el momento en que lo que más ansía es que en medio de su berrinche lo abracen con unas manos suaves, firmes e infinitamente dignas de confianza. La palabra que en estos momentos enseña fugazmente la cola por los cielos de mi conciencia nunca del todo extinguida es evacuación: mi semilla se derrama como orina dentro de las fútiles cloacas de los tratos reproductivos de Marilyn”.
En el ser humano la sexualidad es un hecho de discurso, no un hecho natural. En la manera en que Eugene habla de la sexualidad percibimos lo que llamamos la ausencia de la metáfora fálica que permite experimentar el deseo sexual como algo vivible y vivificador. Es la metaforización del goce perdido la que permite que el cuerpo propio y el del otro se vivan en el registro del deseo, y no como le ocurre a Eugene, que vive sus órganos sexuales y los de su mujer más como algo cercano a lo excrementicio.
Consecuencias de una aproximación a la locura desde el psicoanálisis
Toda esta aproximación al mundo de la psicosis nos tiene que servir para tener una idea de las precauciones que es necesario tomar cuando nos encontremos ante un sujeto psicótico y en realidad ante toda persona, porque , ¿quien nos asegura que cualquier persona con la que nos encontremos no es un psicótico estabilizado al que podemos desestabilizar con una intervención desafortunada?
En primer lugar hay que quitarse de encima los ideales de “normalidad”, por ejemplo de que la sexualidad es muy sana y que tener hijos es una experiencia maravillosa para todos o de que una persona que está sola tendría que relacionarse más. Cuando alguien nos dice que prefiere estar solo, que al sexo prefiere ni acercarse o que tener hijos no es para él, lo primero que debemos es respetar esos límites que el sujeto se impone porque tal vez se está defendiendo de lo peor y la defensa en la psicosis hay que respetarla.
Hay que extremar la prudencia ante una sospecha de psicosis, procurar no importunar con temas ante los que se nota una cierta molestia. Evitar el acercamiento físico es fundamental. Un exceso de familiaridad puede provocar que la persona se sienta invadida. El psicótico es alguien que se siente transparente para el otro, que es susceptible y que fácilmente se siente agredido. Al psicótico hay que saber que no lo vamos a comprender, en todo caso vamos a tratar de poder acompañarlo, respetando sus silencios, aquello de lo que no quiere hablar, que necesariamente debe permanecer en secreto para él. Es necesario ser muy discretos frente a su intimidad, interesarse discretamente en lo que tenga para contarnos y nada más.
Y finalmente, hay que ser muy prudentes a la hora de cuestionar los síntomas de una persona. El síntoma debe ser respetado porque es lo que una persona ha encontrado para enfrentarse a lo insoportable. Podrá abandonarlo, si acaso cuando se haya construido una solución alternativa. Esto es así con todo el mundo, pero en la psicosis particularmente hay que recordar que un síntoma de aislamiento, un trastorno de la alimentación, una adicción, un síntoma corporal muy extremo o ciertas manías más o menos bizarras pueden estar jugando un papel de anudamiento que impida un desencadenamiento franco de una psicosis.
A veces encontramos ciertas invenciones que al sujeto le sirven para sujetar un cuerpo que se le deshace, se le fragmenta en mil pedazos. A veces veremos una persona que vive en la calle y se ha rodeado el cuerpo o la ropa con cinta aislante, imperdibles o algo similar. Otras veces, tatuajes muy llamativos o un énfasis excesivo en la cuestión de la imagen, el maquillaje o la vestimenta. Cuando la imagen ocupa el primer plano podemos suponer que algo de lo simbólico no anuda bien el cuerpo y hace falta una prótesis imaginaria.
Una consideración con respecto a la cuestión del trabajo. Las personas psicóticas a menudo se agotan en la tarea de sobrevivir y sostenerse en su día a día, y tienen poca energía disponible para otras cuestiones. Para trabajar se necesita un cuerpo más o menos sereno y una cierta capacidad de estar con otros. Es importante tener en cuenta que el trabajo es una oportunidad para capacitarse, hacer lazo y encontrar un lugar en el mundo, pero en ciertos casos es necesario estudiar muy bien en qué condiciones una persona puede trabajar para que se beneficie de ello y no lo estemos arrojando a una situación que lo va a destruir. Hoy en día los trabajos han perdido su función de dar un lugar en la sociedad a los individuos y simplemente piden que las personas rindan como máquinas y si no, son expulsadas como desechos. Para algunos sujetos no insertarse profesionalmente es una defensa de una demanda social que los estraga y angustia.
La precariedad económica o laboral algunas veces tiene que ver con la precariedad simbólica o precariedad del lazo de del sujeto con la palabra y el lenguaje. No hay una única forma de relacionarse con el otro social y a veces hay que hacer sitio a la manera personal o las condiciones singulares que una persona tiene para estar con otros.