En este momento de la civilización occidental las nociones de trauma y de víctima se extienden de manera particularmente intensa. La idea común es que tras un trauma hay que hacer hablar al sujeto, dar sentido a lo que ha ocurrido, ponerle un nombre. Desde el psicoanálisis, que es una práctica de la palabra, podemos advertir sin embargo acerca de ciertas precauciones frente al empuje a hablar.
Cuando sucede un hecho traumático frecuentemente los puntos de referencia del sujeto se tambalean, y en su lugar puede emerger una identificación diferente, una forma de nombrarse y representarse como víctima. De cómo maniobremos depende que podamos evitar «atornillar» a la persona a ese lugar de víctima y convertir lo que fue una contingencia en un destino funesto.
Hay que tener en cuenta que el hecho de hacer hablar, contar una y otra vez lo sucedido a la víctima, por ejemplo en las diferentes fases de la instrucción de un caso penal, puede dar lugar, no solo a un redoblamiento del trauma que no ha podido aún ser elaborado, sino que puede tener como efecto la eliminación de la forma singular de elaborar ese trauma, porque se pide un relato «estandarizado» de los hechos supuestamente objetivos que no llama a las significaciones que el sujeto le puede dar en función de cómo lo haya golpeado a él particularmente y que le conectan con su historia y su modo de enfrentar las cosas.