En su obra “Psicología de las masas y análisis del yo“, Freud, entre otras muchas cosas, va a conceptualizar la idea de identificación. Muy resumidamente, dirá que, en el curso del complejo de Edipo, el niño tiene que separarse de sus primeros objetos amorosos por exigencias del desarrollo psíquico, y entonces sobreviene una identificación donde el niño queda en posesión de determinado rasgo de esa persona amada y eso produce una transformación en su subjetividad. Ese mecanismo de identificación es el responsable de que nos parezcamos a nuestros padres en ciertos rasgos de carácter: se abandona el primitivo lazo erótico y seguimos amándolos a través de la identificación a rasgos con los que uno puede estar incluso en total desacuerdo. De hecho no es en absoluto incompatible tener una mala relación con los padres y parecerse a ellos, incluso en ese rasgo del padre o de la madre que es justamente lo que más se detesta de ellos. A menudo las personas llegan a suponer que dicho rasgo se ha heredado genéticamente, lo cual no tiene ningún fundamento científico. La respuesta la da el mecanismo de la identificación, que es el saldo que queda del proceso de separación de los objetos de amor primordiales. Estas identificaciones son inconscientes y muchas veces están en contradicción unas con otras, es decir van conformando un batiburrillo que es lo que podemos llamar nuestra personalidad, nuestro yo.
La noción de identidad, de ser idéntico a uno mismo, tiene que ver con la idea de un yo unificado, piedra angular de muchas corrientes de la psicología. En psicoanálisis, sin embargo, vamos a hablar de identificaciones más que de identidad, y constatamos que esa idea de un yo unificado es ilusoria, porque el yo sería más bien un «enjambre» de identificaciones que nos llevan muchas veces en diferentes direcciones.
En realidad nos identificamos porque no tenemos identidad, no hay identidad posible para el ser humano consigo mismo, porque tenemos el inconsciente que nos lo impide. El inconsciente es la distancia que hay entre nuestra conciencia y nuestros actos, «un saber que no se sabe» que nos hace imposible ser transparentes para nosotros mismos. Ese es nuestro drama porque, si bien un yo es necesario para no caer en la locura, la pretendida identidad nos trae también de cabeza. A menudo no queremos ser como somos y nos invade un sentimiento de culpa, que puede llegar a ser tan intenso como el que encontramos en las psicosis melancólicas. En numerosas ocasiones el esfuerzo de hacer coincidir nuestra vida con el ideal que tenemos de nosotros mismos puede convertir la existencia en un infierno. Y otras veces, el estar seguros de tener la razón y ser quienes queremos ser es al precio usar el mecanismo paranoico de proyectar todo lo malo que rechazamos en nosotros en el otro, que aparece entonces como amenazando nuestro equilibrio.
Desde el psicoanálisis podemos afirmar que creer en la propia identidad no deja de ser una locura. En su libro “De la personalidad al nudo del síntoma”, el psicoanalista Vicente Palomera hace un recorrido por la antropología para reflexionar con Levy Strauss sobre como la concepción occidental de la personalidad se basa en un conjunto de creencias que no es más racional que las del pensamiento salvaje, como se ve en el totemismo: no es más loco decir «soy una guacamaya» que decir «soy médico» o «soy Juan López». En realidad lo que somos es un enigma y solo podemos nombrarlo con metáforas, en el mejor de los casos. Levy Strauss va a decir esta frase que el autor recoge: en nuestra civilización cada individuo tiene su propia personalidad por totem. La antropología nos ilustra que la idea que dada uno tiene de si mismo viene del exterior, del otro, y no es tanto una esencia como un modo de organizar las relaciones. La noción de persona no siempre ha existido como la conocemos ahora, ni mucho menos como sinónimo de conciencia, interiorización, autonomía ni unidad.
Nuestro concepto actual de persona se reduce a un periodo muy breve de nuestra historia y se circunscribe a occidente. Por el contrario, lo que se ha constatado en todas las culturas y periodos históricos es la alienación del individuo en un orden significante que lo precede y lo constituye, lo que el psicoanálisis reconoce como la imprescindible alienación al Otro. Nuestro momento civilizatorio parece perseguir con especial empeño que desconozcamos nuestra sujeción al orden simbólico. En este momento lo que se pone en valor es el enaltecimiento del yo y curiosamente lo que aparece en los manuales diagnósticos a partir de los años 80 es un nuevo tipo de diagnóstico, las llamadas personalidades narcisistas, que en realidad se parece bastante al perfil americano de éxito, al estilo de Donald Trump.
La identidad en la sociología nos habla de un “nosotros” con el que identificarse, algo muy en boga también en nuestra época, donde los movimientos identitarios, tanto de carácter nacionalista como en la constitución de las minorías (raciales, de orientación sexual etc. ) son un factor clave de la política y la vida social, como observamos fácilmente en las redes sociales, que facilitan la constitución de burbujas de seres que piensan igual que nosotros. Un narcisismo de masas enfatiza la diferencia con el otro para poder seguir existiendo en primera persona en un mundo que tiende a la uniformidad, a la cuantificación y a la mercantilización de la experiencia humana. Pero ¿nos ayuda esto a encontrar nuestra singularidad perdida o sería una nueva trampa para desconocer la relación singular de cada uno con la propia existencia?
Estamos habitados por las palabras del Otro, por un guión inconsciente que guía nuestra vida a espaldas nuestra, y además, por fuerzas pulsionales que nos empujan a cumplir con ese guión, a satisfacernos de una cierta manera que a menudo comporta malestar y encontrarnos una y otra vez con situaciones dolorosas. Es decir, que nos encontramos con la repetición. Es lo que a veces se llaman malos hábitos, y que nosotros en psicoanálisis vamos a llamar un SÍNTOMA con mayúsculas, la piedra con la me encuentro en mi vida una y otra vez. Ese síntoma es lo que se puede localizar en un tratamiento: a partir de la variedad de situaciones dolorosas con las que me encuentro se puede localizar la matriz sintomática que orienta la vida de una persona. El síntoma es un extranjero dentro de mi mismo. No conseguiremos hacer caer las identificaciones que nos dirigen sin un trabajo sobre el fundamento pulsional que tienen, sobre la satisfacción paradójica que vehiculan.
Ese es un trabajo que el sujeto no puede hacer solo a causa de la existencia del inconsciente, que impide que el autoconocimiento sea posible. Esa satisfacción paradójica en el malestar es una verdadera alteridad que me es inaccesible. ¿Qué puede permitirme acceder a esa alteridad? La relación transferencial con un psicoanalista, cuya forma de presencia tiene la particularidad, al contrario de otro tipo de relaciones basadas en la simetría y el diálogo entre iguales, de encarnar algo de esa alteridad del sujeto. De este modo al sujeto se le puede revelar algo de su estructura: poder localizar aquello que no ha podido tramitar, que da lugar a la repetición, conocer con qué solución sintomática ha tratado esa imposibilidad y encontrar una solución mejor.