¿ES NECESARIO AMARSE A SI MISMO? EL ESPEJISMO DE LA AUTOESTIMA

El psicoanálisis nace como una teoría que subvierte la idea del devenir de la humanidad como un progreso continuo y muestra el reverso de esa figura central de la modernidad que es el sujeto de la conciencia y de la voluntad. El descubrimiento freudiano del inconsciente va a infligir una herida narcisística a la humanidad, porque va a mostrar que esa figura no es más que un espejismo, ya que la mayor parte de las fuerzas que operan en los seres humanos escapan a su voluntad y no solo eso, sino que buena parte de los impulsos que nos guían se oponen a lo que nos conviene.

Cuando Lacan inicia su trabajo, lo que está en boga en el mundo psicoanalítico es la Ego Psychology. Esta fue la adaptación de las teorías freudianas llevada a cabo en Estados Unidos por un grupo de analistas europeos que emigraron a este país: Hartmann, Lowenstein, Kris, Erikson y Rapapport entre los más conocidos. Esta corriente postfreudiana va a privilegiar el Yo en detrimento del tratamiento de la pulsión, guiándose por la máxima freudiana (donde Ello estaba, Yo debe advenir). En su concepción, opuesta a una supuesta decadencia europea que pone el foco en el conflicto y la muerte, la propuesta es una pragmática basada en la higiene mental que se extiende en los Estados Unidos a través de la psiquiatría y de los consultorios en revistas femeninas que indican como criar a los hijos, como mantener un matrimonio feliz, como alcanzar las propias metas en la vida etc. Para estos teóricos, las funciones yoicas no eran solo producto del conflicto intrapsíquico entre ello y superyo, sino que eran adaptativas, existiendo las llamadas áreas libres de conflicto que conviene potenciar en los tratamientos. La idea de integración y adaptación a la sociedad no están lejos. Lacan les criticaría su imitación servil de los ideales del american way of life.

Será Lacan quien haga la crítica más contundente a este culto al yo en que el psicoanálisis se había convertido, poniendo el acento en la alteridad subyacente a toda identidad. En una de sus teorizaciones más conocidas, el Estadio del Espejo, Lacan habla de cómo se constituye la identidad partiendo de la experiencia del niño de pocos meses que experimenta una fuerte reacción de alegría ante su imagen especular. Esto es un fenómeno netamente humano. Va a hacer la hipótesis de que la alegría del niño tiene que ver con la posibilidad que la imagen le ofrece de identificarse a un cuerpo completo, identificación con la que va a recubrir su experiencia real de vivirse como un cuerpo fragmentado debido a la inmadurez neuronal con la que nacen los bebés humanos. El yo será entonces tomado por Lacan como la (falsa) impresión de completud sustentada por la mirada del otro que apoya esa identificación. Un proceso imprescindible, sin duda, para proporcionar un armazón, una unidad de la experiencia, vivirse con una cierta identidad y una continuidad, pero al mismo tiempo Lacan va a tomar el yo como función de desconocimiento, como una identificación que hace un servicio, al precio de ignorar lo más singular de cada uno, porque realmente el yo se construye en la identificación con el otro. Parafraseando a Rimbaud, “yo soy otro”.

Más adelante Lacan hablará de la falta en ser que introduce el lenguaje, y confirma la imagen como una especie de prótesis de la que es ser humano se provee como forma de ignorar su división constitutiva. Es por eso que para el ser humano la imagen tiene un valor tan importante, pero a la vez tiene valor de engaño.

El analizante tiende todo el tiempo en su relato a enredarse con historias imaginarias de enfrentamiento con sus semejantes, por ejemplo, a hablar de sus peleas con su jefe, o de su rivalidad con un compañero, un hermano o un partenaire. En el análisis conviene no dejarse enredar por esas historias, que tienen como una inercia que aleja al sujeto de sus verdaderas preguntas.

El abordaje de la cuestión del Yo que hace Lacan por la vía del estadio del espejo lo compromete en una vía opuesta a la vía anglosajona del psicoanálisis. El yo, tomado desde el estadio del espejo, no es unificador ni unificado. Es más bien un desorden de identificaciones imaginarias y también una trampa, porque el sujeto está constitutivamente desintegrado.

Si nos dejáramos llevar por la demanda de mejorar la autoestima, veríamos que, contrariamente al espíritu de la época, cada esfuerzo hecho en la línea de fortalecer el yo va en la dirección de fragilizar al sujeto, como muestra el mito de Narciso, ahogado en su propio reflejo. Sólo se consigue aumentar la sensación de precariedad y de amenaza por parte del otro porque a través de la imagen no es posible llegar a una representación fija, sólida y satisfactoria de uno mismo.

Con conceptos como el de autoestima y el de autonomía del Yo se trata de desconocer que el lenguaje introduce en el mundo humano una incompletud de estructura, que es lo que da lugar al inconsciente y nos fuerza a buscar una unidad. Para existir todo el mundo tiene que esforzarse por crearse una personalidad, por buscar algo que le otorgue la idea de una continuidad en la existencia. El yo y la propia imagen hacen esta función. Pero son de algún modo prótesis que vacilan empujadas por la fuerza de la pulsión, el elemento no educable de la estructura.

Por eso, por lo mismo que Freud va a decir que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar, la dirección del psicoanálisis orientado por Lacan no va a ser identificarse al yo, siempre amenazado de quiebra y que me condena a la alienación, sino la búsqueda de un modo mejor de arreglárselas con aquello que hace síntoma en cada uno, lo que no pasa por la razón y la simbolización. Aquello que deja como saldo de un análisis llevado a su final y que verdaderamente es lo más propio de cada uno, lo que lo diferencia de todos, llamado por Lacan “la diferencia absoluta”. Esto, quizá, sí es más digno de amarse con un amor menos tonto que el amor a la propia imagen.

Un psicoanálisis parte de la personalidad, del querer destacar, verdadera enfermedad de los humanos, para ir hacia su reverso: amar lo más propio que hay en mi, generalmente desconocido y rechazado, pero que puede dar lugar a cierto margen de desobediencia frente a la servidumbre del marketing del yo que nos pide la cultura neoliberal.

Es, además, el único modo de tratar el hecho de que la relación con el semejante es siempre conflictiva, porque oscila entre la identificación que me aliena y la agresión al otro que me quita mi lugar. Esta es la matriz paranoica de la personalidad, porque en el ser humano el semejante se introduce siempre bajo el modo de la rivalidad. Por eso, el igualitarismo que tanto se ama hoy en día lleva aparejado la paranoia del “uno contra todos”. Para apaciguar esta raíz paranoica del estadio del espejo es más interesante poner en valor la diferencia de cada uno consigo mismo y de cada uno con los otros. Esa es la verdadera dignidad que promueve un psicoanálisis.

 

 

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